En la Italia de Berlusconi se ha desatado la persecución de los calés. Allí y en todas partes su principal 'pecado' es su carácter irreductible. Habría que defenderlos: he aquí una causa al alcance de todos
El Gobierno italiano que preside Berlusconi, pero que ha sido elegido por una apreciable mayoría de los italianos, ha tomado medidas coercitivas y algo bruscas contra los gitanos. Ignoro la causa de estas medidas y más aún el resultado, aunque imagino que habrán ocasionado más sufrimientos que beneficios, salvo el de colocar en primer plano, aunque sea por unos días, a este colectivo misterioso, que a todo el mundo cae simpático en abstracto y pone de los nervios en concreto.
España es un caso destacado de esta flagrante contradicción. Los gitanos son un signo preeminente de nuestra identidad y los embajadores casi exclusivos de nuestro folclore y nuestro temperamento nacional, si es que existe tal cosa, y por esta razón nos sentimos orgullosos de los gitanos y los andamos exhibiendo por el mundo; pero luego procuramos mantenerlos a distancia y los consideramos extraños o, lo que es peor, ciudadanos de segunda.
Se trata de una injusticia casi universal, a la que contribuye en buena parte el origen recóndito de los gitanos y su irreductible idiosincrasia.
Aunque hay teorías para todos los gustos, el consenso apunta a que son originarios de la India, donde conformaban una de las muchas subdivisiones de la casta de los parias. El subsistema de castas se basa en el tipo de actividad que practican sus miembros, y los gitanos estaban especializados en dos oficios distintos pero no incompatibles: eran muy apreciados como herreros y forjadores, pero aún más por sus aptitudes innatas para la música, el canto y el baile.
Más tarde, al hacerse trashumantes y frecuentar ferias y mercados, incorporaron a su currículum la trata de ganado. No se sabe cuándo ni por qué causa emigraron en bloque. Unos dicen que fueron expulsados; otros, que acudieron a la invitación de algún monarca poderoso y falto de diversiones, con la esperanza de mejorar su suerte. Sea como sea, recalaron en lo que entonces era el imperio persa. De ahí pasaron al imperio bizantino y luego al otomano, bajo cuya bandera se dispersaron por Europa. Tal vez pasaron por Egipto, pero no proceden de ahí ni tienen nada que ver con los faraones como antiguamente se creía.
En la actualidad hay comunidades gitanas importantes en todo el mundo, incluida la América del Sur y la del Norte. Al no ser sedentarios, es difícil censarlos, pero su número es mayor de lo que uno tendería a pensar. Hace una década se calculaba que había unos 11 millones de gitanos en el mundo, una cifra considerable si pensamos que en esa misma fecha los judíos sumaban poco más de 12 millones.
Los gitanos mantienen ciertos rasgos morfológicos distintivos, pero difícilmente se puede hablar de una raza en sentido estricto, porque se suelen casar entre ellos, pero después de tantos siglos de vagar, las excepciones a la endogamia hacen que estén muy mezclados. Lo mismo ocurre con su lengua, transmitida por tradición oral, poco estudiada y, tan contaminada como los genes, si no más. Los que la hablan son siempre bilingües, por lo menos. En España hablan castellano con los giros propios de cada región, así como las demás lenguas del Estado. La Carmen de Mérimée hablaba caló, sevillano y euskera, con lo que armaba líos a tres bandas. El propio Mérimée, que inventó el personaje, cuenta en sus cartas que al pasar por Barcelona conoció gitanos que hablaban y cantaban en catalán. También los nombres y apellidos se pegan al terreno.
En cuanto a su extraordinario talento musical, y en contra de lo que parece, no es creativo, sino interpretativo. No hay música gitana propiamente dicha. Adaptan y hacen suya la que encuentran. En España, el flamenco, pero en Hungría, en Yugoslavia, en Rumania o en Italia, la música folclórica de cada lugar.
Muchos gitanos se integran sin dificultad en la forma de vida convencional de sus respectivos países, pero lo que les sigue caracterizando como colectivo es su forma de vivir desarraigada, excluyente y voluntariamente marginada de toda sociedad. Es este carácter inconformista el que ha creado un sentimiento generalizado de desconfianza hacia ellos que en ocasiones se transforma en animadversión, cuando no en violencia.
En la Europa medieval, y después también, fueron anatematizados. Al que no pertenecía a la Iglesia en cuerpo y alma se le consideraba pagano, un término que entonces era sinónimo de poseído por el demonio o servidor de Satanás. En la tradición centroeuropea, los gitanos son los aliados naturales de los vampiros y sus fieles servidores. Son ellos los que trasiegan el ataúd de Drácula cuando éste no puede valerse por sí mismo. Una antigua tradición cristiana dice que Dios los maldijo porque negaron su ayuda a la Sagrada Familia en la huida a Egipto. Pero no hace falta tanta imaginación ni remontarse a un pasado tan lejano. El que visita Ausch-witz se sorprende y sobrecoge al ver la cantidad de gitanos que fueron exterminados en aquel inicuo y lúgubre lugar, como consta en un austero y apartado recordatorio, tan marginal como las personas que por allí pasaron. Una tragedia de la que se habla poco, porque los gitanos no dejan testimonio escrito de su historia y como todas las gentes que van de paso, no tienen interés por el pasado y son reacios a la memoria.
El que no sean réprobos no significa que sean ángeles. En cualquier comunidad humana hay personas buenas, malas, y una suma de las dos cosas. Los gitanos, como todo el que camina por el borde de la sociedad, están más expuestos a resbalar e incurrir en delitos pequeños pero molestos: robar gallinas o lo que el azar pone a su alcance y cosas por el estilo. En la actualidad parece ser que algunos entran y salen del mundo de la droga, más como consumidores que como traficantes. Una actitud incívica y la fama de promiscuidad sexual han dejado de ser crímenes para convertirse casi en virtudes.
No es cierto, como se contaba, que antiguamente robaran niños: son prolíficos y con sus propios churumbeles tienen de sobra. Sí es verdad, en cambio, que algunos niños, por afán de aventura o para huir de malos tratos o abusos de cualquier tipo, se unían a las caravanas de gitanos como único medio de transporte y supervivencia. A veces su carácter apasionado les impulsa a echar mano de la navaja y entonces corre la sangre, pero la violencia, como casi todo, no rebasa los límites de su propio círculo. En definitiva, un historial muy parecido al de otros colectivos, y menos perjudicial que el de los especuladores o los abanderados de las causas patrióticas.
En el fondo, son lo que siempre fueron, aquello para lo que estaban genéticamente programados: gente de la farándula. No hay que haber conocido a muchos profesionales del espectáculo para detectar a escala individual rasgos que en los gitanos son atributos tribales. Temperamentales, exagerados, impróvidos, a veces lunáticos, a veces incumplidores, a veces desaseados, propensos a darse puñaladas entre sí, por suerte metafóricas; pero también impulsivos, sentimentales, generosos y divertidos.
De un tiempo a esta parte, el colectivo de actores, con algunas adiciones valiosas del mundo de la canción y otros sectores afines, ha mostrado una especial sensibilidad por los problemas políticos y humanos que asolan el mundo actual: el hambre, la guerra y la opresión en todas sus formas. Con frecuencia ha expresado su repulsa y denunciado a los culpables. En una época dominada por la imagen y el culto a la fama, estas intervenciones han tenido gran repercusión y, dentro de lo posible, una cierta eficacia. A veces la envergadura de la causa era excesiva para sus fuerzas: Irak, el Tíbet, África.
Ahora hay una causa que no debería dejarle indiferente. Los gitanos están más cerca, físicamente y, si mi teoría no es errónea, también espiritualmente. No hace mucho que los cómicos eran considerados poco menos o poco más que los gitanos, vivían segregados de la sociedad y no podían ser enterrados en tierra sagrada. Ahora esto es sólo un recuerdo y una anécdota. En cambio, los gitanos, empeñados sin saberlo en cumplir su extraño destino histórico, persisten en una condición que han asumido sin concesiones y hasta las últimas consecuencias. Pero incómodos, ajenos a todo, a veces patéticos, a veces poéticos, comparten la propiedad de ser lo que Shakespeare definió como la materia de que están hechos nuestros sueños.
Eduardo Mendoza es escritor.
España es un caso destacado de esta flagrante contradicción. Los gitanos son un signo preeminente de nuestra identidad y los embajadores casi exclusivos de nuestro folclore y nuestro temperamento nacional, si es que existe tal cosa, y por esta razón nos sentimos orgullosos de los gitanos y los andamos exhibiendo por el mundo; pero luego procuramos mantenerlos a distancia y los consideramos extraños o, lo que es peor, ciudadanos de segunda.
Se trata de una injusticia casi universal, a la que contribuye en buena parte el origen recóndito de los gitanos y su irreductible idiosincrasia.
Aunque hay teorías para todos los gustos, el consenso apunta a que son originarios de la India, donde conformaban una de las muchas subdivisiones de la casta de los parias. El subsistema de castas se basa en el tipo de actividad que practican sus miembros, y los gitanos estaban especializados en dos oficios distintos pero no incompatibles: eran muy apreciados como herreros y forjadores, pero aún más por sus aptitudes innatas para la música, el canto y el baile.
Más tarde, al hacerse trashumantes y frecuentar ferias y mercados, incorporaron a su currículum la trata de ganado. No se sabe cuándo ni por qué causa emigraron en bloque. Unos dicen que fueron expulsados; otros, que acudieron a la invitación de algún monarca poderoso y falto de diversiones, con la esperanza de mejorar su suerte. Sea como sea, recalaron en lo que entonces era el imperio persa. De ahí pasaron al imperio bizantino y luego al otomano, bajo cuya bandera se dispersaron por Europa. Tal vez pasaron por Egipto, pero no proceden de ahí ni tienen nada que ver con los faraones como antiguamente se creía.
En la actualidad hay comunidades gitanas importantes en todo el mundo, incluida la América del Sur y la del Norte. Al no ser sedentarios, es difícil censarlos, pero su número es mayor de lo que uno tendería a pensar. Hace una década se calculaba que había unos 11 millones de gitanos en el mundo, una cifra considerable si pensamos que en esa misma fecha los judíos sumaban poco más de 12 millones.
Los gitanos mantienen ciertos rasgos morfológicos distintivos, pero difícilmente se puede hablar de una raza en sentido estricto, porque se suelen casar entre ellos, pero después de tantos siglos de vagar, las excepciones a la endogamia hacen que estén muy mezclados. Lo mismo ocurre con su lengua, transmitida por tradición oral, poco estudiada y, tan contaminada como los genes, si no más. Los que la hablan son siempre bilingües, por lo menos. En España hablan castellano con los giros propios de cada región, así como las demás lenguas del Estado. La Carmen de Mérimée hablaba caló, sevillano y euskera, con lo que armaba líos a tres bandas. El propio Mérimée, que inventó el personaje, cuenta en sus cartas que al pasar por Barcelona conoció gitanos que hablaban y cantaban en catalán. También los nombres y apellidos se pegan al terreno.
En cuanto a su extraordinario talento musical, y en contra de lo que parece, no es creativo, sino interpretativo. No hay música gitana propiamente dicha. Adaptan y hacen suya la que encuentran. En España, el flamenco, pero en Hungría, en Yugoslavia, en Rumania o en Italia, la música folclórica de cada lugar.
Muchos gitanos se integran sin dificultad en la forma de vida convencional de sus respectivos países, pero lo que les sigue caracterizando como colectivo es su forma de vivir desarraigada, excluyente y voluntariamente marginada de toda sociedad. Es este carácter inconformista el que ha creado un sentimiento generalizado de desconfianza hacia ellos que en ocasiones se transforma en animadversión, cuando no en violencia.
En la Europa medieval, y después también, fueron anatematizados. Al que no pertenecía a la Iglesia en cuerpo y alma se le consideraba pagano, un término que entonces era sinónimo de poseído por el demonio o servidor de Satanás. En la tradición centroeuropea, los gitanos son los aliados naturales de los vampiros y sus fieles servidores. Son ellos los que trasiegan el ataúd de Drácula cuando éste no puede valerse por sí mismo. Una antigua tradición cristiana dice que Dios los maldijo porque negaron su ayuda a la Sagrada Familia en la huida a Egipto. Pero no hace falta tanta imaginación ni remontarse a un pasado tan lejano. El que visita Ausch-witz se sorprende y sobrecoge al ver la cantidad de gitanos que fueron exterminados en aquel inicuo y lúgubre lugar, como consta en un austero y apartado recordatorio, tan marginal como las personas que por allí pasaron. Una tragedia de la que se habla poco, porque los gitanos no dejan testimonio escrito de su historia y como todas las gentes que van de paso, no tienen interés por el pasado y son reacios a la memoria.
El que no sean réprobos no significa que sean ángeles. En cualquier comunidad humana hay personas buenas, malas, y una suma de las dos cosas. Los gitanos, como todo el que camina por el borde de la sociedad, están más expuestos a resbalar e incurrir en delitos pequeños pero molestos: robar gallinas o lo que el azar pone a su alcance y cosas por el estilo. En la actualidad parece ser que algunos entran y salen del mundo de la droga, más como consumidores que como traficantes. Una actitud incívica y la fama de promiscuidad sexual han dejado de ser crímenes para convertirse casi en virtudes.
No es cierto, como se contaba, que antiguamente robaran niños: son prolíficos y con sus propios churumbeles tienen de sobra. Sí es verdad, en cambio, que algunos niños, por afán de aventura o para huir de malos tratos o abusos de cualquier tipo, se unían a las caravanas de gitanos como único medio de transporte y supervivencia. A veces su carácter apasionado les impulsa a echar mano de la navaja y entonces corre la sangre, pero la violencia, como casi todo, no rebasa los límites de su propio círculo. En definitiva, un historial muy parecido al de otros colectivos, y menos perjudicial que el de los especuladores o los abanderados de las causas patrióticas.
En el fondo, son lo que siempre fueron, aquello para lo que estaban genéticamente programados: gente de la farándula. No hay que haber conocido a muchos profesionales del espectáculo para detectar a escala individual rasgos que en los gitanos son atributos tribales. Temperamentales, exagerados, impróvidos, a veces lunáticos, a veces incumplidores, a veces desaseados, propensos a darse puñaladas entre sí, por suerte metafóricas; pero también impulsivos, sentimentales, generosos y divertidos.
De un tiempo a esta parte, el colectivo de actores, con algunas adiciones valiosas del mundo de la canción y otros sectores afines, ha mostrado una especial sensibilidad por los problemas políticos y humanos que asolan el mundo actual: el hambre, la guerra y la opresión en todas sus formas. Con frecuencia ha expresado su repulsa y denunciado a los culpables. En una época dominada por la imagen y el culto a la fama, estas intervenciones han tenido gran repercusión y, dentro de lo posible, una cierta eficacia. A veces la envergadura de la causa era excesiva para sus fuerzas: Irak, el Tíbet, África.
Ahora hay una causa que no debería dejarle indiferente. Los gitanos están más cerca, físicamente y, si mi teoría no es errónea, también espiritualmente. No hace mucho que los cómicos eran considerados poco menos o poco más que los gitanos, vivían segregados de la sociedad y no podían ser enterrados en tierra sagrada. Ahora esto es sólo un recuerdo y una anécdota. En cambio, los gitanos, empeñados sin saberlo en cumplir su extraño destino histórico, persisten en una condición que han asumido sin concesiones y hasta las últimas consecuencias. Pero incómodos, ajenos a todo, a veces patéticos, a veces poéticos, comparten la propiedad de ser lo que Shakespeare definió como la materia de que están hechos nuestros sueños.
Eduardo Mendoza es escritor.
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