Me van a volver diabético, entre tanto gilipollas. Nunca hubo tal cantidad de soplacirios en la política, el sindicalismo, la cultura, el feminismo, la sociedad. Empieza a alterarme la salud tanto buen rollo y buenas intenciones, tanta mermelada a todas horas, tanta propuesta de besarnos masivamente en la boca para que las cosas vayan bien, tanta certeza de que con demagogia y corderitos de Norit triscando saltarines por el prado conseguiremos una España, un mundo, un universo mejor y más justo. Eso está bien para los jóvenes, cuya obligación antropológica, por edad y hormonas, es batirse en defensa de todo eso y de algunas cosas más. En tales lides se desbrava uno, y con el derroche de energía, si sobrevives a ello, y con la estiba que la realidad sacude en el morro, al final terminas madurando, camino de la serenidad, la experiencia y el razonable respeto a ti mismo, a lo que fuiste, eres y acabarás siendo. Ni más ni menos que la vida, en suma. El trámite obligatorio.
Por eso me hace echar la pota el comportamiento y discurso de tanto simple, de tanto cantamañanas y de tanto golfo apandador entrado ya en experiencia y años. Toparte en cada telediario, en cada programa de radio, en cada titular de prensa, con simplezas propias de colegas de bachillerato dichas por pavos con canas en la barba, o por tordas con edad de ser abuelas, lleva a la inevitable conclusión de que, o estamos rodeados de retrasados mentales, o se trata de que los resortes sociales han sido secuestrados por una legión de embusteros y sinvergüenzas. Aunque también puede ocurrir que todo sea lo mismo: con frecuencia, un tonto al que nadie pone límites termina convirtiéndose, por puro hábito del ejercicio, en resabiado y contumaz sinvergüenza. Y más cuando, como ocurre ahora con triste frecuencia –antes sólo ocurría con la política–, es posible hacer de cualquier ideología un rentable medio de vida.
No se trata sólo de España, claro. Lo nuestro es simple contagio. El mundo –el occidental, al menos– apunta por ahí: cantamañanismo como espíritu universal. Eso, con la que está cayendo; aunque tal vez la que está cayendo –y la que va a caer– provenga precisamente de que, cada vez más, los resortes que mueven la vida y la sociedad están en poder de perfectos tontos del haba en el sentido parmenidiano –me parece que era ése– del asunto: redondos, compactos y sin poros. Hasta no hace mucho, teníamos el consuelo de saber que, en el fondo, nadie se creía de verdad lo que circulaba como moda o tendencia; más o menos lo que pasa en Italia con la política. El problema es que ahora ya no es así. Ahora, la gente empieza a creérselo todo en serio. Y a actuar en consecuencia. En la sociedad actual, la línea más corta entre dos puntos es la estupidez. Y la dictadura que, a la larga, nos impone.
Hay un símbolo reciente de todo eso. Pensaba en ello hace un momento, cuando empecé a teclear estas líneas: Pippa Bacca, la artista italiana de treinta y tres años que hace dos meses decidió viajar, vestida de novia y haciendo autostop, por algunos de los lugares más peligrosos del planeta, en nombre de la paz, para demostrar, decía, que «cuando uno confía en los demás recibe sólo cosas buenas». Lo del traje nupcial, ojo al dato, era «metáfora de un matrimonio con la tierra y con la paz, del blanco y del femenino»; y lo del autostop, «ponerse en manos de otros viajeros y fiarse de la gente». Con tales antecedentes, a lo mejor a alguien le sorprende que, a poco de empezar el viaje, Pippa Bacca fuese violada y estrangulada en la frontera entre Turquía y Siria por un fulano con antecedentes penales. A otros, que somos unos cabrones suspicaces y mal pensados, no nos sorprende en absoluto. A los sitios peligrosos se los llama así precisamente porque hay peligro. Y el principal peligro se llama ser humano, sobre todo cuando nos empeñamos en creer que los valores que predicamos en nuestras confortables salitas de estar, discursos políticos y tertulias de la radio y la tele, son los mismos que manejan un talibán cabreado con un Kalashnikov, un africano hambriento con un machete, o cualquier hijo de puta con pocos escrúpulos y ganas de picarle el billete a una señora. Por ejemplo.
Dice el recorte de prensa que tengo sobre la mesa que a esa pobre chica la mató un turco desaprensivo. Pero, en mi opinión, el recorte se columpia. La mató la estupidez. La suya y la de la sociedad occidental, cada vez más idiota y suicida, que la convenció de que el mundo, en el fondo, es un lugar simpático que sólo necesita un traje de novia para convertirse en el bosquecito de Bambi.
Arturo Pérez Reverte